domingo, 16 de octubre de 2011

Pintores

Cuando le mostró su última obra, Tomás Calvo se llevó la mano al corazón al tiempo que retrocedía un par de pasos instintivamente.

-Una silla... una silla, por favor – susurró.

Javier Gallardo, pintor, a la sazón el autor, recorrió el cuarto trastero con la mirada. Encontró una caja flamenca. Rápidamente se la acercó a su amigo y este se sentó. Tomás tenía la respiración acelerada y la frente humedecida por una repentina sudoración. Se abanicaba con la mano derecha, con gesto de haberse mareado. Cuando recobró el aliento exhortó:

-Increíble. Increíble. Pensé el año pasado que habías alcanzado la perfección, pero...

-Te lo dije. Había estado practicando para mejorar. No me creíste.

-Realmente está tan bien dibujado... Parece que la naranja... realmente parece que la pudieras tocar... Es... Casi me desmayo de la impresión. Y eso que conozco tus obras anteriores... pero este nivel de realismo... Probablemente es el mejor bodegón de la

Historia. Esto lo vamos a vender por un pastón, amigo, por un pastón... Y, además, el prestigio que te va a dar... ¡Tenemos la vida resuelta!

Tomás se puso en pie. El sofocón inicial había sido superado. Progresivamente se iba entusiasmando y hablaba haciendo cábalas de todo tipo. Javier permanecía en silencio, con los brazos en jarras y una sonrisa de oreja a oreja.

-Ahora vuelvo... ¡esto hay que celebrarlo! – exclamó antes de esfumarse.

Al quedarse solo, Javier se giró hacia el cuadro y lo escudriñó: primero a dos metros de distancia, luego a dos palmos, más tarde a un metro... observaba la obra como quien ensaya un baile: ora un paso adelante, ora dos pasitos hacia atrás... De pronto se detuvo. Juntó los pies, se estiró, torció el morro, puso una mano en el mentón... Se fue hasta la mesilla que tenía en un rincón, abrió el único cajón y extrajo libreta y lápiz. Apuntó: “La sombra de la cortinilla, arriba a la izquierda, desentona”.

-Pero ¿por qué? – murmuró para sí, volviendo su vista al cuadro. - ¿Por qué...?

En aquel instante regresó Tomás con una botella y dos copas de plástico:

-Se puede mejorar... – le comentó Javier.

-Sí, bueno, es cava del barato... – contestó Tomás a modo de disculpa, mientras lo servía.

Pero cuando Tomás alzó sus ojos y trató de ofrecerle una de las copas al pintor se percató de que este no le prestaba atención. Se hallaba completamente abstraído en su obra.

-Ah... el bodegón. ¿En serio crees que puedes mejorarlo?

-Tal vez...

-Este bodegón es perfecto. No me fastidies... Oye, mañana vengo a recogerlo y me lo llevo a la galería.

-No, ni hablar...

-¡No le pongas el pincel encima! Mira, puede que haya algún matiz que no te guste, pero te aseguro que a los ojos de los humanos no es visible. Te lo aseguro, la percepción humana es limitada y este cuadro... Parece... Los objetos parecen reales. Es mejor que una fotografía. Dan ganas de meter la mano y coger algo. – Tomás dejó las copas y la botella en la mesilla. - No lo toques, por favor.

-No voy a tocarlo. No te preocupes, no pienso estropearlo. Sé que podría estropearlo... pero necesito un tiempo para analizar esa sombra...

-¿Cuánto?

-Dame una semana...

-¿Vas a estar una semana observando el cuadro... y no le vas a meter mano? No te creo.

-Quiero saber por qué esa sombra no encaja...

-Te diré una cosa: Si llevo este cuadro a la galería mañana y lo exponemos al público... No necesitarás saber nada de la sombra esa, ni de la luz, ni de nada. Javier Gallardo Cabrera será un nombre propio dentro del mundo del arte. Ya no necesitarás siquiera dibujar bien. Tus pinturas se venderán por ser tuyas.

-Dame una semana.

-La galería estará abierta todo un mes. ¿Por qué no vas allí a observarte y relamerte?

-¡Está bien! Llévatelo.

Al día siguiente Javier paseaba por el parque, dirección a la galería, a eso del mediodía. Realmente quería observar el cuadro y descubrir lo que tanto le intrigaba de esa sombra. Marchaba encerrado en sí mismo, con el abrigo y la bufanda bien apretados para protegerse del frío, cuando descubrió tres caballetes sobre los que descansaban sendas pinturas. En los dos primeros trabajaban aún sus autores. Le parecieron faltos de técnica, mediocres. El tercero era un dibujo a carboncillo. Su autor no estaba presente. El paisaje que trataba de reflejar no tenía mucho que ver con el colindante, pero había algo... Javier se acercó para observarlo mejor.

-No puede ser... con una técnica tan mediocre... – se le escapó en voz alta.

Los dos aficionados se volvieron:

-Oiga, si no le gusta no lo mire – dijo uno de ellos.

-¿Quién ha dibujado esto? – preguntó Javier señalando con la cabeza.

-¿Ese? Merche. Mírala, ahí viene.

Una joven se acercaba al trote. Vestía media falda vaquera y tenía unas medias gruesas de vivos colores que no parecían casar entre sí. Estaba claro que no pertenecían al mismo par. Eso es lo que más le llamó la atención al pintor. “Y yo preocupado por una sombrita de nada...” se dijo. La muchacha sonrió:

-¿Le gusta?

-No, son horribles... perdón. El dibujo... Sí. Me gusta. Tiene... No sé... Realmente hace que uno sienta frío al verlo...

-Sí. Eso quería expresar. Muchas... – la joven se quedó pensativa unos segundos. – ¿Usted no es el pintor este...? El que salía en la revista el otro día, ¿cómo se llamaba? – preguntó a sus amigos.

-¿El que dijiste que hacía pinturas muertas?

-¿Yo dije “muertas”?

-¿Cómo que muertas? Mis pinturas no están muertas. Son técnicamente... ¡Bah! ¿Para qué pierdo el tiempo hablando con aficionados?

Javier se aferró a su abrigo y reemprendió el trayecto.

-¡Espera! – clamó ella en vano.

Durante la tarde Javier olvidó la mancha. Estuvo recorriendo la exposición hasta la hora de cerrar. Miraba en sus propios cuadros y trataba de adivinar si estaban vivos o muertos. De cuando en cuando alguien se le acercaba:

-¿Es usted Gallardo Cabrera?

-Sí.

-Me encanta su obra. Cada cosa que hace es mejor que la anterior.

-Gracias.

Trataba de despachar los comentarios con la mayor presteza, sin hacer caso realmente a lo que le decían.

-Están vivos... – mascullaba. – Están vivos... ¿no?

Hasta aquel día no había visto sus propios cuadros judgándolos por su viveza. Siempre los miraba desde el punto de la técnica. Pero hoy... hoy estaba desconcertado. Era como si no lograse ver los dibujos más que a grosso modo.

Cuando llegó a casa le dolía la cabeza. Estaba irritado, furioso y, muy a su pesar, asustado. A decir verdad sólo estaba asustado: asustado de que sus obras estuvieran muertas. Rebuscó en el cajón de las medicinas, cogió una pastilla para la jaqueca y fue a la cocina a por un vaso de agua. Entre tragos, seguía resoplando aquella palabra:

-Muertas... Muertas... ¡Bah!

Al día siguiente, justo después de comer, salió hacia la galería. Eso se decía a sí mismo, pero mientras caminaba por el parque sentía como si el pecho le fuera a estallar. A cada paso que daba las piernas le temblaban más y más... Había recorrido el mismo camino de propósito. De hecho al salir de casa había pensado en variar su ruta, para no encontrarse con los aspirantes a pintores, pero tirando quizá de orgullo, quizá de valor, se dijo que no tenía por qué cambiar de hábito. No obstante, a medida que se acercaba al lugar de autos del día anterior los escalofríos aumentaban. Cuando ya estaba a punto de doblar la esquina que daba al sitio se detuvo, paralizado por el miedo. Se giró sobre sí, espantado, y... allí estaba la tal Merche, frente a frente, con una dulce sonrisa en el rostro, viniendo de quién sabe dónde.

-Hola – dijo al verle.

-¿Por qué están muertos?

-¿El qué?

-Mis cuadros. ¿Por qué están muertos?

-No lo sé... no tienen por qué estar muertos. Quizá sólo es la impresión que me dieron en la revista. No los he visto de verdad.

Javier respiró aliviado. En cierta manera eso le quitaba hierro al asunto.

-Hoy nos hemos cambiado de sitio. Estamos un poco más allá. Ven, te enseñaré lo que estamos haciendo.

Pasear juntos les sirvió para hablar de cosas más triviales. Javier tenía treinta y dos años. Mercedes María, que era el nombre de ella, diez menos. Javier había estado sobreviviendo en trabajos precarios hasta hacía dos años, cuando sus cuadros se empezaron a vender. Merche estaba actualmente trabajando en una pizzería los fines de semana. En un momento dado, Javier miró hacia abajo y vio que los calcetines que llevaba la chica eran uno verde y el otro rojo, así que preguntó:

-¿Por qué llevas siempre calcetines o medias de distintos colores?

-¿A qué te refieres?

-¿Por qué uno es verde y el otro rojo? – señaló con la cabeza.

Merche se detuvo, alzó un pie y lo miró, luego inclinó el tronco hacia delante, levantándose los pantalones hasta las rodillas...

-¿Cuál es el rojo? Es que soy daltónica.

-Venga ya. Pero si eres mujer...

-Sí. Me lo dicen con frecuencia. Pero soy daltónica.

Javier se echó a reír. Esto terminaba de explicarlo todo. Merche le observó contrariada.

-Perdón, no es por ti. Es sólo que... bueno, esto lo explica todo.

-Me ofendes.

-¿Cómo que te ofendo? No me refiero a tu daltonismo, es que ahora está claro por qué dices que mis cuadros están muertos.

-Pues sí que es ofensivo.

-Pero ¿qué dices?

Merche aceleró el paso, alzando la barbilla de forma altanera. No hablaron más.

Javier se dirigió a la galería con la mente puesta en la sombra aquella que no le gustaba. A la entrada encontró una ambulancia atendiendo a un par de personas. Su representante andaba rondando por allí.

-¿Qué ocurre? – preguntó el pintor.

-Hoy es el primer día que exponemos el bodegón.

-¿Ayer no estaba?

-No, no. Ayer fue día de papeleo.

-¿Y qué tiene que ver la ambulancia con todo esto?

-Es por los desmayos. Se producen con cierta regularidad. La impresión es demasiado fuerte para algunos. Quizá el bodegón debería estar en una sala aparte, con un cartel avisando del peligro... Temo que ocurra una desgracia.

Javier fue a ver el cuadro, a meditar sobre la imperfección del bodegón. Allí estaba, al fondo de la galería. Y allí estaba, también, la sombra. Esa sombra que evitaba que la pintura fuera como él deseaba. Javier se plantó delante del cuadro, firme, con los brazos entrecruzados, meditabundo. Pasó una hora sin pestañear siquiera. A su alrededor llegaba la gente, miraba y reaccionaba: Algunos exclamaban un “oh” admirativo y quedaban fuertemente impresionados. Otros retrocedían de la conmoción y el vértigo que les producía aquella perfección artística. Los había que se mareaban... Finalmente estaban los que se desmayaban. Hubo dos desmayos en aquella hora. Cuando esto se producía los camilleros llegaban de inmediato, tratando de no mirar el bodegón, y se llevaban al espectador en cuestión a la ambulancia.

Pasada la hora sucedió que una anciana se acercó, miró y dijo con desprecio:

-Sí. Muy buena técnica, pero igual de triste que el resto.

Y acto seguido abandonó el lugar.

A Javier se le quedaron metidas estas palabras en la cabeza. No había visto a la vieja. Ni siquiera se había molestado en mirarla. Sus ojos sólo le pertenecían a la sombra defectuosa. Pero sí que la había oído. Sí que había escuchado esas palabras malévolas. “Triste. ¿Triste...? ¿’Triste’ no querrá decir... ‘muerto’?” No tardaron en llegarle a la mente los recuerdos de otras personas que, a lo largo de su vida, le habían repetido lo mismo de un modo u otro. Se trataba de observaciones puntuales, fuera de la norma, que resultaban ser de alguna manera similares. Aquella anciana acababa de añadir una más a la lista. “Frío, triste, melancólico, solitario, desanimado...”, todas esas palabras habían sido empleadas en alguna ocasión para definir sus cuadros. Y todas venían a significar, más o menos, lo mismo: “Muerto”. Pero Javier no podía aceptar tal evidencia. No ahora que iba lanzado a la cumbre. No después de toda una vida pintando y amando la pintura... No podía aceptar aquella Verdad. Y, sin embargo, tampoco era capaz de engañarse contumazmente. Esa noche se acostó temprano.

Al día siguiente fue al parque de mañana. Intuía en qué zona se pondrían los aficionados, de modo que buscó un banco a unos cien metros, donde poder observarlos sin ser visto. Hasta pasado el mediodía no llegaron. Javier miró el reloj, “las dos y cuarto”, cuando los vio venir, todos juntos, cargados de bártulos. Primero se sentaron a comer en la cespedera. Mientras comían, señalaban a distintos lugares. Parecía que estuvieran discutiendo sobre qué pintar. Después de diez o quince minutos, recogieron los de comer y prepararon lo de pintar. Estuvieron allí cosa de hora y media; pasado ese tiempo desmontaron el campamento y se fueron, cada cual con su equipaje a cuestas y por un camino distinto. Merche escogió el que transitaba justo por donde estaba Javier, el cual se giró para no ser reconocido. Mas, cuando la joven pasó por delante suya, sintió vergüenza de sí mismo y se levantó de golpe, llamándola:

-¡Merche!

Ella se volvió y sonrió.

-Hola – dijo él.

-Hola – contestó Merche, esperando algo.

-Sólo quería saludarte... ¿Has estado pintando?

-Sí.

-¿Cómo haces para no confundir los colores?

-Dibujo en blanco y negro.

-Qué sencillo... ¿Quieres venir a ver mi exposición?

-Ahora no puedo, estos trastos son pesados... – dijo ella mirando al caballete.

-Yo te los llevo.

-Es que... Está bien. Toma.

Merche se despojó del caballete y la mochila, que pasaron a ser portados por Javier.

La ambulancia seguía atendiendo gente en la puerta de la galería. Merche preguntó que qué sucedía, pero Javier se limitó a restarle importancia. Una vez dentro hicieron un recorrido minucioso, desde las obras más antiguas a las más nuevas. Estuvieron en silencio hasta llegar al bodegón. Allí, Merche soltó un leve: “oh”. Eso intrigó a Javier, que llevaba mordiéndose la lengua desde el principio, esperando que ella fuera la que empezara a hablar. No pudiendo contenerse más, preguntó:

-Bueno, dime de una vez qué te parece.

-Técnicamente eres muy bueno. Y has mejorado mucho los últimos años...

La chica dejó la frase sin terminar. Javier forzó que la tortura acabase de una vez:

-¿Pero?

-Les falta vida...

-Muertos.

-Bueno, expresado así...

-Da igual. Es lo mismo. Faltos de vida es lo mismo que muertos. Están muertos... ¡Estos cuadros están muertos!

Un hombre que rondaba por allí con larga barba y grueso bigote, se le acercó a Javier y le dijo:

-Cómo se nota que usted no entiende de pintura. Esto son auténticas obras de arte. Algunas personas incluso se desmayan de la impresión... Pero ignorantes hay en todas partes.

Javier, todavía con la mochila en la espalda y el caballete al hombro, se giró hacia Merche:

-Te acompaño a casa.

Cuando llegaron al portal la noche había caído. Sin apenas despedirse, el pintor siguió caminando. Estuvo callejeando durante largo rato. Paseando sin saber a dónde dirigirse. El viento no era muy fuerte, pero sí muy frío. A Javier no le importaba. Incluso sentía que le ayudaba a pensar.

De pronto se detuvo. Dio media vuelta y se dirigió a su hogar-trastero. Lo hizo con paso firme, decidido, pisando con fuerza, dando grandes zancadas, presto. Al llegar se quitó el abrigo y, sin más, buscó un lienzo. Aquella noche dibujó, dibujó con rabia. Pintó de memoria, con lágrimas en los ojos...

Un día fue a visitarle Tomás. Tenía llaves de aquel cuarto trastero casi habilitado como apartamento, así que entró sin llamar. Se encontró al pintor sentado sobre la caja flamenca, mirando un dibujo. “Un boceto” pensó el hombre de negocios.

-Traigo buenas noticias – dijo alegremente.

El pintor le lanzó la vista. Sabía que las “buenas noticias” significaban algo relacionado con el dinero y la venta de sus cuadros, con lo que ni siquiera entró al trapo.

-¿Qué te parece? – contestó, volviéndose hacia el dibujo.

Se trataba del rostro de una mujer. No era tan perfecto como sus últimos cuadros y estaba pintado en blanco y negro.

-Me parece un buen boceto... Hay algo distinto, como una fuerza... Dan ganas de besarla... Para ser un boceto...

-No es un boceto.

-¿Piensas dejarlo así?

-¿Le falta algo?

-Hombre... creo que eres superior a esto.

-Pero ¿no acabas de decir que tiene fuerza?

Tomás carraspeó y cambió el tono:

-¿Quieres oír las buenas noticias? Te he conseguido una gira a nivel europeo. Tus cuadros van a estar dos años exhibiéndose en los más importantes museos de Europa. ¿Qué te parece? Y el contrato... ¡Te vas a llevar una pasta gansa!

-No sé si podré aceptarlo. No sé si sería honrado vender pinturas muertas... En serio, ¿qué te parece el dibujo?

Aquel mismo día Javier acudió al parque en busca de los aficionados. Llevó una rosa que le regaló a Merche nada más llegar. Esta se sorprendió y le miró con cara inquisidora. Él se exculpó:

-He dibujado tu rostro y estoy contento de cómo me ha quedado. Es la primera vez que una obra mía está viva.

Agastocio, joven alcohólico

Las palabras resonaron asaz difusas, pero de alguna manera inteligibles, en la vacua mente de Agastocio.

-Sube y dile algo... sube y dile al... sube y dile... sube y dil... sube... su... s...

El alcohólico amigo repitió la frase adornándola.

-Sube, coño, que merece la pena...

Y en la mente de Agastocio volvieron a reverberar difusiones.

-Sube y dile algo... sube, coño, que merece la pena... sube y dile ¿qué merece la pena?... Sube y dile: ¡Coño! ¿Qué merece la pena?... Dile algo y sube ¡coño!...

Finalmente Agastocio decidió hacer caso al susodicho compañero, que le hablaba desde ese lejano lugar conocido como Realidad.

Con gran dificultad, se incorporó y se dirigió a la salida de su piso. Antes de llegar a la puerta, el amigo le advirtió:

-¡Que te llevas la botella de wisky!

Agastocio se detuvo, miró su mano derecha y, efectivamente, de ahí colgaba algo verde de gran borrosidad, que bien pudiera ser una botella.

-Cierto, tengo la botella.

Al reanudar su camino, la voz ajena insistió en desviarle de su objetivo.

-¡Agastocio! Que te dejes aquí la botella, hombre. Que estamos todos sedientos y sólo nos queda esa. No te la lleves, hombre.

Agastocio, en una difícil concatenación de conceptos e ideas, comprendió la frase.

-Ah, vale... Aquí la dejo.

Y la depositó en una mesa imaginaria. A lo lejos, como si proviniese de otro planeta, escuchó el chasquido de algo cristalino rompiéndose.

-Cabrones, tened cuidado, no me rompáis la casa...

-¿De qué hablas, Agastocio? Pero, ¡si nos has dejado sin wisky!

Agastocio ya no podía escuchar, pues había cerrado la puerta tras de sí.

La bellísima vecina del piso de arriba, puerta nº 5, era su objetivo. Desde el primer momento le gustó. Ella acababa de mudarse, era nueva en la ciudad y Agastocio había tenido la suerte de caerla como vecino. El día anterior se habían encontrado en el ascensor de los pares, pues el de los impares estaba escacharrado. Ella le miró de arriba abajo. Él se admiró de su belleza, babeando boquiabierto sin poder quitarla ojo. Ella se rió para adentro, dejando escapar un leve mohín. Él sacó pecho. Ella se puso roja. Él pensó que era la ocasión de decirla algo, y, tras mucho reflexionar, en búsqueda de algo ingenioso, soltó:

-Me bajo aquí – y a la sazón se detuvo el ascensor.

-Vale, yo también – respondió ella, que, tras hablar, no pudo contener la risa durante un segundo.

Eso mosqueó a Agastocio, pues sólo podía significar dos cosas: o bien estaba en el bote, o bien no tenía ninguna posibilidad. Pero Agastocio era un tipo optimista y ni siquiera llegar a casa y verse desaliñado ante el espejo; o darse cuenta de que por la bajada bragueta del pantalón vaquero asomaba alegremente la camiseta de Iron Maiden que le regaló un amigo suyo diez años atrás (que no sólo estaba desgastada y sucia, sino también rota), le hicieron sospechar que pudiera tener cero posibilidades.

En una de sus habituales bacanales, Agastocio habló de la vecina a sus amigos. Estos hicieron, a la par, la siguiente deducción: “Como Agastocio es un borracho cuyo cerebro, demasiado afectado por el alcohol, ya no carbura bien, no logrará nada con la vecinita, pero si él insiste en intentarlo con ella, con un poco de suerte, en caso de darse alguna extraña carambola, podré conocerla yo”. Los amigos de Agastocio eran personas de gran corazón y auténticos caraduras… de modo que le animaron a conocerla.

Así que Agastocio subió las escaleras.

-Un escalón, dos escalones, tres escalones, cuatro... cinco... descansillo. Un escalón, dos escalones, tres escalones, cuatro... cinco... descansillo largo. Un escalón...

Se dirigió a la puerta número cinco. Le abrió un fantasma, con sombras en aquel lugar donde debía tener situada la mandíbula.

-¿Esto es barba? – dijo Agastocio alargando la mano hasta tocar la parte oscura del rostro del fantasma.

-¿Pero qué haces, imbécil? – replicó este, con voz muy grave para ser mujer, mientras apartaba con un fuerte golpe la mano de Agastocio.

-¿Es el piso 7, puerta 5?

-No, maldito borracho. Te has pasado por uno. Este es el 8.

-Oh, vaya...

Agastocio regresó a las escaleras y comenzó el descenso.

-Cinco escalones, cuatro, tres, dos, uno, descansillo. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, descansillo largo... ¡Un momento! No existen los descansillos largos entre pisos...

Tras una dificilísima deducción concluyó que había llegado al séptimo piso. Esta vez se lo tomó con prudencia. Calculó la posición de las escaleras, lo que le parecieron las ventanas del patio interior y lo que consideró el ascensor. En función de estas tres referencias comenzó a contar lo que debían ser las puertas, según lo que suponía el orden correcto, hasta que localizó, o eso creyó él, la entrada que buscaba. Se acercó. Sobó la pared contigua, intentando localizar el botón del timbre. Tan ardua tarea le llevó un ratillo y despellejarse la mano por culpa del gotelé. Localizó un botón. Lo pulsó. Se encendió la luz. Era de día de modo que, como la bombillita apenas se hacía notar, Agastocio no se apercibió de su error y siguió pulsando durante un rato preguntándose si el timbre no sonaba o era él quien no lo oía. Finalmente Agastocio cambió de estrategia y golpeó tres veces con los nudillos.

La señora Amalia estaba de visita en casa de su hija Dulcibella. La descendiente se había ido a vivir a la ciudad hacía poco y la madre la echaba de menos. Ambas contemplaban la tele cuando alguien llamó con golpes a la puerta. Amalia fue a abrir. Dulcibella contemplaba desde el salón, pero no tenía ángulo de visión. Sin embargo, sí pudo escuchar lo que ocurría:

“Hola, coñoquemerecelapena, me llamo...” ¡Plas!

Amalia regresaba con la palma de la mano ardiendo, al tiempo que blasfemaba para sus adentros. Se detuvo en la entrada al salón, mirando suplicante a su pequeño tesoro.

-Hija, vuélvete pa`l pueblo. Aquí no pintas nada...

-No madre. Yo me quedo. Tengo mi trabajo aquí, en la ciudad... y, además, me gustaría confesarte algo... En el piso de abajo vive un chico que es diferente a los demás...

Kulu Guele y Coh Yon

Kulu Guele era lo más parecido a un jefe que había en esa tribu. Su nombre era Kulu, Guele en cambio quería decir “sabio”.

Un día llegó un aventurero, convencido de que les traería la civilización. Ellos le dieron cobijo y ofrecieron su hospitalidad. El aventurero que se llamaba Coh y se apellidaba Yon, no aprendió a hablar el lenguaje de la tribu de Kulu, pues era él el civilizado y los otros los que tenían que aprender. Por eso fue el señor Guele quien aprendió el idioma de Coh.

Durante seis meses estuvo Kulu injiriendo palabras nuevas con una voracidad terrible. Al cabo de ese tiempo Coh tenía que recurrir al diccionario de bolsillo para poder seguir haciendo de maestro. Dos meses más tarde Kulu manejaba el diccionario del aventurero con mayor destreza que su propio dueño. Pero Coh seguía empeñado en hacer de maestro, de modo que siempre buscaba la forma de poner a Kulu en un brete. Sin embargo cada día era más difícil.

Un amanecer ya no tuvo nada más que enseñar el viajero. Kulu era mucho más sabio que él, pues sabía todo lo que Coh, más todo lo que había aprendido, con el decurso de los años, de decenas de viajeros como Coh. Es cierto, Coh no era el primero en intentar llevar la civilización a aquella tribu. Antes que él habían ido un alemán, un inglés, un español, un japonés...

Como con todos, llegó el día en que Kulu dijo a su invitado:

—Ahora deja que te enseñe yo. Tú ya no puedes enseñarme nada, pero puedes aprender mucho...

Como todos, Coh estalló en furia. Su orgullo no le permitía convertirse en aprendiz de Kulu.

—¿Que tú me vas a enseñar? Vas listo. Eres un salvaje y yo un ser civilizado...

—¿Por qué dices eso? ¿Por qué tú eres un ser civilizado y yo no?

—Porque yo conozco la ley y la obedezco... tú te guías por instintos irracionales...

Kulu hizo caso omiso de lo que Coh había dicho en segundo lugar, pero se interesó por lo primero:

—¿Ley? ¿Qué es la ley?

He aquí algo que Kulu aún no conocía. A Coh le brillaron las pupilas de pura satisfacción y de nuevo se puso a hacer de maestro:

—La ley es lo que dice qué cosas se pueden hacer y qué cosas no.

—Ah... La ley de la física... ya recuerdo, me lo explicaste la semana pasada...

Coh veía lo perdido que estaba Kulu en ese aspecto, por tanto se relamía de placer.

—No, no, no. La ley de los hombres civilizados...

—¿Los hombres civilizados? Entonces, si yo soy un salvaje, puedo hacer más cosas que tú... Yo no tengo leyes, no como la física que siempre hace lo mismo y no puede cambiar... A ti la física te impide hacer cosas que yo sí puedo hacer... Pero ¿el qué? Te he visto correr, te he visto cocinar platos exquisitos, te he visto trepar a los árboles, te he visto hacer reír a las mujeres...

—No, no, no. La ley de los hombres civilizados no tiene que ver con la ley de la física.

Entonces Coh comenzó una larga explicación. Le dijo que las leyes se escribían, se promulgaban y se derogaban, que existían unos hombres especiales que impedían a todos saltárselas... Se estuvo una semana entera intentando hacer comprender a Kulu. Pero éste se bloqueó. Toda la capacidad que había demostrado en las lecciones anteriores se convertía en ineptitud. Y lo que para Coh era algo por lo que relamerse, al final se convirtió en la mayor desesperación.

Un auténtico inepto era Kulu. Lo confundía absolutamente todo. Cuando Coh se decidía por explicarle lo de escribir, promulgar y derogar, Kulu decía:

—Entonces las leyes son cuentos, para que los niños aprendan. Cuentos con moraleja.

Cuando Coh cambiaba y se centraba en lo de las fuerzas de seguridad encargadas de hacer cumplir la ley, Kulu decía:

—Entonces las leyes son injustas y oprimen al hombre.

Cuando Coh en su último intento expuso…

—La ley es lo que dice qué está bien y qué está mal. Cuando uno se salta la ley está dañando a la sociedad, a sus hermanos. Sin leyes no podríamos convivir.

… a Kulu se le iluminó el rostro. Ya sabía lo que era la ley de los hombres. La de los hombres civilizados, claro está. Y reprendió a su maestro:

—Entonces nosotros no somos salvajes. ¡Nosotros cumplimos la ley! Aunque algunas veces nos equivocamos, pero generalmente la cumplimos. Siempre hacemos lo que dicta la ley...

—Y ¿cómo es posible? ¿Dónde tenéis escrita vosotros ninguna ley?

—¿Escrita? Bueno, es cierto que la ley requiere sabiduría, pero en sí misma no se puede escribir. En la vida hay muchas situaciones distintas, por cada ser humano hay millones de ellas. No se podrían escribir en ningún sitio. Y aunque se escribieran, ¡cuánto tiempo se pedería en buscar e interpretar lo que dicen!

—De acuerdo. Pero, a riesgo de parecer pesado, ¿cómo es posible que cumpláis la ley si no la tenéis escrita, ni reflejada en ningún sitio?

—Tú me lo explicaste un día...

—¿Yo?

—Sí. Cuando me dijiste lo que era el amor. La ley es el amor llevado al acto, a la práctica de cada día. Es eso... ¿No es el amor lo que nos conduce hacia el bien? Y también la conciencia, cuando nos recuerda qué hemos hecho mal. ¿No me dijiste que la conciencia nos era imprescindible para hacer el bien?

El señor Yon se puso rojo como un tomate. Casi estalla allí mismo de la furia. Estaba claro que Kulu era un salvaje y los salvajes nunca serán seres civilizados.

Coh se marchó de allí para siempre. Nunca más intentó llevar la civilización a ningún lugar. En vez de eso escribió un libro titulado “Kulu, el salvaje”, donde relataba su experiencia con aquel hombre. Tuvo mucho éxito de público y crítica y desde entonces le llamaron filántropo. Y eso hizo que el señor Yon fuera feliz. Eso y el dinero, pues el libro le hizo rico. Nunca más volvió a preocuparse por “el salvaje”, nunca más le hizo falta acordarse de nadie. Ahora era un rico y famoso “filántropo”.

Por su parte Kulu nunca dejó de recordar a aquel hombre que le había intentado enseñar “la ley de los hombres civilizados” y sin embargo le había conducido hasta la comprensión de “la ley de la conciencia”. Se sentía en deuda con él.

En ocasiones, al atardecer, la melancolía le invadía. Desearía volver a encontrarse con Coh. Solía cantar canciones tristes con voz melodiosa, un atardecer y otro...

Se le escuchaba desde muy lejos, pero hoy no suena ritmo alguno, ni tampoco quiebra el aire voz ninguna. Hoy su figura no se ha dibujado en lo alto de la montaña con el ocaso de fondo. Hoy no está allí. Todo permanece en silencio. Su djembé se postra en el suelo, sin dueño, aguardando a que alguien lo coja... Algunas formas en la arena son vestigio del sabio, pero pronto las borrará el viento.

Le he preguntado al sol, con quien tanto solía conversar él, y me ha respondido que Kulu se ha puesto en marcha, que ha partido en busca de su hermano. Pero Kulu es hijo único; no comprendo lo que me quiere decir. Sólo sé que ha escapado de mis palabras, que ya no dirijo su destino con mi narración. En verdad era libre Kulu. Nada escrito podía retenerle. La ley escrita no fue creada para él... y ahora ha escapado a mis palabras. Nos ha dejado al onírico atardecer y a mí solos, en silencio y con ganas de llorar. Él ha partido...

Que tengas suerte, Kulu.

sábado, 15 de octubre de 2011

Ella... a pesar de todo

Ella… a pesar de todo.

Ella hizo lo que tenía que hacer.

Ella… a pesar de todo…


Sólo lloró en silencio,

guardando su dolor en un rincón…

Allí donde nadie miraba…

Allí donde nadie la oía…


Y ella… a pesar de todo…

Ella hizo lo que tenía que hacer.

No hubo medallas…

Ni reconocimientos…

Sin correspondencias a su amor…

Lloró en silencio cuando tuvo tiempo para llorar…

Hasta entonces…


A pesar de todo, tragó lágrimas y sólo…

Sólo hizo lo que tenía que hacer.


Toda historia tiene un narrador…

Todo narrador ama a sus heroinas…

La Gran Historia tiene un Narrador.

Toda historia es una historia de amor.


Ella miró al cielo…

Lágrimas al suelo…

En las estrellas, el consuelo.


Una voz en lo profundo:

“Así como aman las estrellas, en silencio, así te amo Yo”.

Ella… el silencio.

Ella… la beldad.

Ella… a pesar de todo…

Ella… pequeña mujer…

Ella… hizo lo que tenía que hacer.

jueves, 6 de octubre de 2011

Amar con los brazos abiertos

Amar con los brazos abiertos,

Amar con las manos rotas,

Amar con la frente sangrando,

Amar con el pecho herido…

Amar con los pies, polvorientos pies de peregrino, atravesados por un clavo…

Amar a los que tanto dolor te causan…

Amar como Cristo, como Cristo en la Cruz.

Cuanto más oscura es la noche

Cuanto más oscura es la noche…

Cuando parece que ya no puede ser peor…

Cunado la tristeza apaga incluso las estrellas del firmamento…

Entonces aparece la primera luz.

Entonces amanece.

Se viste el horizonte de la sangre de la Cruz

No inventamos nada. Ya se encargó Uno de eso.

Nosotros no hacemos más que jugar… Somos niños que juegan con fuego y se queman.

Y lloran llamando a mamá… María consuela a sus hijos.

Nos asomamos al abismo. Sentimos vértigo. Sin querer, nos caemos al vacío… caemos, caemos… hasta que unos brazos nos alcanzan y sostienen.

Paz

En un momento el hombre se asoma al balcón y ve las luces en la noche. El viento sopla frío, pero con una extraña y cálida suavidad. Su contacto inflama el alma de vida y borra las sombras del corazón. Entonces el hombre ve las estrellas, escucha el silencio y siente paz. Nota, pues, su pequeñez, puesta en pie frente al Universo, el infinito Universo. Todo su ser, sereno, no desea ahora grandezas. No hay realmente deseo alguno, como tampoco temores. Todo es lo que es, tal cual es, y eso basta. En ese instante no existen, por un segundo, el pasado ni el futuro. Sólo la plenitud del ser y un puñado de estrellas cantando la grandeza de Dios. Asómate, pues, al balcón, ahora que se acerca la primavera. Asómate, mira al cielo, y respira hondo.

Mirando por la ventana

Se pasaba los días mirando por la ventana, con el rostro serio. Sus ojos podrían haberse aprendido las montañas que tocan el cielo en lontananza, de tanto mirar. Hoy las nubes se arremolinan como nata en un pastel. El sol las ilumina entusiasta. Las aves vuelan de un lado para otro persiguiéndose entre ellas, discutiendo en su idioma, como si tuvieran cosas importantes que decir… Por la noche saldrán las estrellas, pero él no podrá verlas desde su ventana, porque en Madrid no brillan las estrellas. No brillan las estrellas en la noche madrileña… Le pesa el mundo entero, allá donde mira ve dolor… pero más que nada le pesa que una garza que conoce sea dura de corazón. Es la misma historia repetida trillones de veces… y sin embargo, él la siente como si nunca nadie hubiera llorado antes la indiferencia de una mujer.

Todo es tan lejano

Todo es tan lejano… De pronto, todo es tan lejano…

Hacer las cosas con el corazón en la mano…

Y encontrarse con que todo parece alejarse…

Y pensar que la vida sería sencilla si fuéramos honrados…

Pero se hace una montaña, con la vida hundida bajo lo nevado…

¡Qué sencillo sería todo, si fuéramos honrados!

Todo es tan lejano… De pronto, todo es tan lejano…

A pesar… muy a pesar…

De hacer las cosas con el corazón en la mano.

viernes, 8 de julio de 2011

La verdadera Historia de Rodrigo Fliflí

Rodrigo Fliflí, como todos ustedes sabrán, fue el inventor del spray insecticida. Su invento es mundialmente conocido y hoy se usa por gentes de todas las latitudes para librarse de los bichos molestos. Legendarias son las historias del esquimal daltónico que mató un oso con un insecticida, o de la señora de la limpieza que liquidó a un banquero de igual modo… Aunque esta última se encuentra en entredicho, pues hay quien afirma que al banquero se lo comió un fajo de billetes demasiado crecido… hechos, por cierto, que no nos conciernen en absoluto.

Rodrigo Fliflí nació a principios de mil ochocientos en Pencilvania, ciudad famosa por las cruentas leyendas de lápices carnívoros que aún hoy siguen provocando terror entre los más jóvenes y dando dinero a los magnates de Hollywood.

En edad aún bastante joven, en torno a mil novecientos veinte, no habiendo sido distinguido todavía como una de las jóvenes promesas científicas del panorama mundial del siglo XXI, se doctoró en bioquímica y filatelia, lo cual pilló desprevenidos a sus padres, que siempre le habían tenido por un completo inútil. Ocurrió una noche mientras el feliz matrimonio cenaba junto a la chimenea. Rodrigo entró en la casa lleno de júbilo.

-¿No decías que había dejado el alcohol? – preguntó el padre a su esposa.

Pero el vástago no se hallaba jubiloso por culpa de sustancias organolépticas, sino por sus logros académicos, y decididamente le entregó los resguardos que le habían dado por la efeméride.

La impresión paterna fue tal que el cadáver de papá Fliflí fue enterrado al día siguiente en el cementerio del pueblo y dos días más tarde se leyó el testamento en el que el difunto legaba todas sus pertenencias a la Asociación de Petanca de Pencilvania porque, y cito textualmente, “un inútil del calibre de mi hijo no merece que le deje ni un duro en herencia”.

Los miembros de la Asociación de Petanca de Pencilvania agradecieron el gesto, pero nunca supieron cómo hacer frente a las numerosas deudas legadas, ni tampoco en qué lugar del recibidor colocar a aquella viuda que lo único que hacía era repetir: “Es doctor… es doctor… es doctor…”. Tres meses más tarde la Asociación de Petanca de Pencilvania se disolvía y, aunque parezca mentira, no tuvo nada que ver con lo hasta ahora narrado. Según cuentan las malas lenguas, una noche, mientras paseaba por un sendero oscuro y ominoso, el presidente de la asociación fue atacado y devorado por uno de los terribles lápices carnívoros que ya por entonces estaban considerados como patrimonio nacional y se habían convertido en una de las principales atracciones turísticas de la zona. Aunque hay quien cuenta que en realidad fue un fajo de billetes enorme que ya había devorado a un banquero con anterioridad.

Todo esto nos desvía asombrosamente de la vida de Fliflí, que en aquella época trabajaba en un laboratorio químico pestilente, construido sobre un hormiguero indio. Tan cansados estaban él y su ayudante de tener que enfrentarse a las hormigas a diario que decidieron inventar el primer insecticida de la Historia. Pero, como suele pasar, aquel primer intento falló. No sólo eso: las hormigas rociadas con tal producto crecieron hasta el punto de que un día devoraron al ayudante de Fliflí. Nuestro protagonista se salvó porque las hormigas temieron que tanta estupidez pudiera ser contagiosa y decidieron marcharse de allí, provocando el caos en la ciudad y rompiendo la cadena alimenticia de la zona: Aparte del ayudante de Fliflí, algunas vacas y dos gallinas, se comieron a todos los lápices carnívoros y dicen que habrían arrasado con otras especies autóctonas de no ser porque un fajo de billetes demasiado crecido se las zampó a ellas. También dicen que después de la comilona el fajo se fumó un puro, le cayeron algunas cenizas en los billetes de abajo, estos se prendieron y murió calcinado. Pero esto suena un poco irreal, la verdad.

Fliflí fue desterrado de Pencilvania por destrucción del patrimonio nacional, de modo que se instaló en París, cosa muy propia de los genios desterrados. Allí conoció a Lenguaraz Gabacho, quien fue su ayudante durante dos productivos años, en los cuales Fliflí alcanzó sus primeros éxitos.

Al finalizar el segundo año, Fliflí y Gabacho se introdujeron en una habitación llena de insectos dispuestos a experimentar con su nuevo insecticida, y empezaron a rociar a diestro y siniestro. El resultado fue mediocre. Fliflí calculó enseguida que aquel producto sólo tenía un cincuenta por ciento de efectividad, cosa que corroboró al ver a Gabacho cayendo desplomado sin vida. Aquello hizo reflexionar a Fliflí, que no tardó en darse cuenta de que si en dos años había logrado una efectividad del cincuenta por ciento, en otros dos alcanzaría el cien por cien, lo cual le llevó a la euforia. Lamentablemente la viuda de Gabacho se empecinó en no alegrarse y demandó a nuestro protagonista, que pasó seis meses en la cárcel. Le pusieron en libertad, según dictó la sentencia absolutoria, porque “tanta estupidez no cabía en una cárcel tan pequeña”.

Fliflí consiguió un nuevo ayudante (la verdad, no se sabe muy bien de dónde los sacaba), un tal Pronos Supino y trabajó con él dos años, al cabo de los cuales repitió el experimento realizado con Gabacho. Esta vez, por precaución, entraron en la habitación protegidos con máscaras antigas. Aplicaron el insecticida y… Como bien había calculado, logró alcanzar una efectividad total. En cambio, cuando el señor Supino se estampó inerte contra el suelo, Fliflí llegó a la conclusión de que las mascarillas antigas de aquella época tenían un cincuenta por ciento de efectividad. Convicción que le acompañó profundamente toda su vida.

Logrado su objetivo de crear un spray insecticida plenamente eficaz, decidió venderlo a una empresa de limpieza. Se recorrió Estados Unidos de este a oeste en una camioneta roja, que es lo que hay que hacer cuando quieres vender algo alguna empresa, pero nadie quiso comprar su producto. Los argumentos para el rechazo se movían en dos líneas: por un lado el de que las amas de casa disfrutaban matando a los insectos a zapatillazos, creencia tan infundada como extendida, y un insecticida les haría perder momentos de júbilo y disfrute; por otro lado, el de aquellos que ponían peros al hecho de que el insecticida fuera tan eficaz con los insectos como con los humanos.

Por suerte, el primo del vecino de la viuda de Lenguaraz Gabacho era amigo de un estudiante que conocía a John Money, un hombre que trabajaba para una multinacional farmacéutica que estaba desarrollando productos contra el cáncer. Mister Money, al enterarse del invento de Fliflí, vio la oportunidad de hacer dinero.

El trato fue el siguiente: Fliflí tenía que hacer que el insecticida no matara a humanos, sólo tenía que producir cáncer a medio o largo plazo. Mister Money ya se encargaría de vendérselo a las empresas de productos de limpieza.

Fliflí consiguió lo que se le pedía, tras sacrificar dos años y un ayudante más (Dondevás Soidiota), y su socio cumplió con su palabra. Fliflí se enriqueció al tiempo que las acciones de la multinacional para la que trabajaba Money subieron.

Después no volvió a ocurrir nada interesante en la vida de Fliflí. Fue un millonario más, con una aburrida vida de millonario: Se hizo monje budista, se salió, es metió en una secta de adoradores de melones silvestres, se salió, se hizo socio del Atleti, se salió… Se casó diecisiete veces y sorprendentemente enviudó dieciocho, siendo todas sus esposas asesinadas en extrañas circunstancias en noches de luna llena… Vamos, las típicas rarezas de los millonarios…

Tras una larga e intensa vida, Fliflí murió en su pequeño apartamento de Oslo, donde había vivido siempre, rodeado de sus seres queridos, enfermo del hígado… ah, no, ¡espérate!, que aún vive.